Yo soy el único muchacho en una familia de cuatro niñas, y por un tiempo esto definitivamente me benefició. Cuando estaba en la primaria, yo era egoísta y no compartía con nadie, ni siquiera con mis hermanas. Ellas se enojaban conmigo, pero yo insistía en hacer todo a mi manera. Mis padres excusaban mi comportamiento diciendo que yo podía hacer lo que quisiera porque era un hombre. Pero también me trataban como un bebé y me protegían de mis hermanas. No sólo podía hacer lo que quisiera pero también dominaba la atención de nuestros padres.
A mis hermanas no les agradaba la situación. Se sentían ignoradas. Cuando le decían algo a mi mamá, ella les dijo que a los hombres les gusta sentirse superiores y que debían dejarme en paz.
A mi hermana mayor no le molestaba mucho porque ella se pasaba la mayoría de su tiempo con sus amigas. A mi hermana menor tampoco le molestaba mucho porque ella también tenía toda la atención que necesitaba, ya que era la más chica de la familia. Pero, mi hermana Catherine, quien era dos años mayor que yo, no estaba lista para deferirse a mí sin una lucha. Catherine siempre quiso ser abogada. Le gustaba discutir en nombre de lo que ella creía que era lo correcto. Ella estaba lista para luchar por las mujeres de la familia.
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Ilustración por Doug Miller |
Una de mis hermanas en particular, Catherine, odiaba mi comportamiento y hacía todo lo posible para que las cosas no siempre salieran como yo quería. Catherine nunca compartía conmigo las cosas que compraba con su domingo. Yo, por supuesto, también era muy terco.
Un día, mis padres nos compraron nieve. Desafortunadamente, a Catherine se le cayó la de ella. Mis padres preguntaron si alguien compartiría y yo dije que yo sí. Pero luego comencé a lamber mi nieve en frente de su cara sin dejarla que la probara. Ella lloró, pero de todos modos nunca pudo probarla. Mis padres me dijeron que eso era malo y que tenía que aprender a compartir. Me dijeron que un día yo necesitaría que mi hermana me hiciera un favor y me arrepentiría de la manera que la había tratado. Yo dije que eso nunca pasaría y continué siendo grosero con ella.
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Un domingo por la tarde volvíamos a casa de misa cuando Catherine pidió que paráramos porque tenía que ir al baño. Mi padre le preguntó que si podía aguantar un poco más ya que casi habíamos llegado a la casa y ella dijo que sí. Yo veía la tensión en su rostro. Estaba quieta, sin moverse, sin hablar, mirando hacia delante como un zombi. Cuando por fin llegamos a la casa, inmediatamente yo corrí al baño y me encerré allí. En realidad no tenía que ir al baño, sólo quería hacerle la vida difícil a mi hermana. Ella golpeaba la puerta pero no la dejé entrar. Yo estaba riendo y sentía muy satisfecho conmigo mismo. Entonces mi hermano empezó a llorar y mi padre tuvo que sacarme del baño.
Así nos lo pasábamos mi hermana y yo – siempre molestando el uno al otro. Pero como dice el proverbio: "Antes de la quiebra está el orgullo; y antes de la caída, la altivez de espíritu" y mi caída se acercaba.
Un día sentí un dolor del estómago que se intensificó cada vez más hasta que me llevaron de emergencia al hospital el cuarto día. El diagnóstico fue la insuficiencia renal. Necesitaba un trasplante dentro de una semana.
Ni mi madre ni mi padre podía donar el riñón porque nuestros antígenos y anticuerpos no eran compatibles. Yo estaba pálido y no podía concentrarme en nada. Me sentía fatal. Me preguntaba por qué esto me había pasado a mí. Tenía tantas preguntas y ninguna respuesta. Estaba estresado y me di cuenta que mi vida casi terminaba. Necesitaba un donante y rápido. Mucha gente ofrecía sus órganos, pero todos cobraban entre $100,000 y $150,000. Todas mis posibilidades eran callejones sin sálida y pensaba que mi vida se acercaba a su final.
Finalmente, después de más análisis, descubrimos que había un miembro de la familia cuya sangre era compatible con la mía, una persona que podía salvarme la vida: mi hermana Catherine. Pero ella dijo que no me iba a ayudar, que esta vez yo no iba a salir con lo mío. Nadie la pudo convencer, ni siquiera mis padres, y la única alternativa era pagarle a uno de los donantes.
Volé a Inglaterra y tuve siete horas de descanso antes de entrar al quirófano. Pensé en cómo me había comportado durante mi vida y qué tan injusto yo había sido con mi familia, especialmente con Catherine. Llamé a mi casa para disculparme pero nadie contestó. Dejé un mensaje diciéndoles cuánto lo sentía.
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Comí un poco y después me pusieron una inyección que me dormiría. Le pregunté al doctor quién era el donante y me dijo que la persona llegaría en seguida. Justo antes de perder la consciencia, vi a mi hermana Catherine entrar al quirófano en una silla de ruedas. Lloré y le dije cuánto lo sentía y que la quería. Ella me dijo que pase lo que pase, siempre estaría allí para mí.
Me desperté después de treinta y seis horas y el primer rostro que vi era el de Catherine. Todavía dormía. Unos minutos más tarde ella también se despertó. El doctor entró al cuarto y nos dijo que la operación había sido un éxito.
Catherine es mi heroína. Si no fuera por ella, probablemente no estaría yo aquí para escribir este ensayo.
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